El último 15 de junio se cumplieron 92 años de la Reforma Universitaria surgida en Córdoba. Este año el Congreso debería haber debatido una nueva reforma universitaria, para la cual existen varios proyectos en danza. Claramente, una vez más, no hubo espacio para aceptar un desafío, que probablemente sea el más decisivo para nuestro futuro como Nación: el de concebir una Universidad para el desarrollo, en la era global.
Uno de los problemas estratégicos más serios de la Argentina es el bajo nivel de capacitación de su población económicamente activa. Actualmente menos del 6% de nuestra población trabajadora posee un título universitario, contra más del 25% en cualquier país europeo o de América del Norte.
La diferencia es mucha, y se agranda cuando vemos nuestro desempeño en los últimos 70 años. En el Censo de 1947 esa proporción era del 1,7% y venimos creciendo a menos del 1% por década. Si esto se mantiene, tendremos que esperar 20 décadas para estar como Europa, Japón, o América del Norte hoy.
Cambiar la tendencia implicaría, por ejemplo, cuadruplicar nuestros egresados, y aún así nos estarían faltando 50 años. Y lo más preocupante es que el número de graduados está fijo alrededor de los 90.000 por año, desde el 2004. A este ritmo en realidad retrocedemos, porque la cantidad de gente que ingresa a la edad de trabajar sigue aumentando, y lo hace sin capacitación.
El problema no es sólo cuantitativo. Vocación individual aparte, nuestro país tiene el doble de médicos, abogados, y psicólogos de lo que necesita, y requiere con urgencia diez veces más ingenieros, químicos, físicos, matemáticos, y administradores. Por otro lado, debe cambiar la oferta de carreras; está demostrado que 70 a 80% de nuestros alumnos no permanece más de 3 años en la universidad. Luego se impone replantear el tipo de títulos que se otorgan; es preferible un título intermedio de bachiller universitario, similar al College americano, que luego será completado con un master específico dependiendo de la situación laboral individual, que un médico vendiendo equipamiento o un abogado administrando un sanatorio, actividades muy poco relacionadas a su extensa capacitación universitaria. Nuestra idea de “título profesional habilitante” ha quedado totalmente superada en el mundo entero, y la realidad productiva nos invita a cambiarla.
Además está demostrado que no es una cuestión de dinero. Producir un graduado genera a la sociedad un retorno del 20 al 30% anual sobre lo invertido, en mayor productividad y nivel salarial, según los cálculos del propio Banco Mundial entre otras investigaciones.
Un plan universitario serio tiene que multiplicar por cuatro la cantidad anual de egresados, debe cambiar la oferta curricular, debe dar vuelta como una media nuestros métodos pedagógicos en educación superior, y debe hacer fuerte hincapié en la investigación básica. Porque la Argentina produce unos 700 doctorados anuales, una cifra insignificante para competir en la sociedad del conocimiento; además, nuestra nación no aumenta sustancialmente su producción de trabajos científicos desde hace 10 años.
Más allá de todo otro recurso, el crecimiento económico depende de personas concretas, con un conjunto de habilidades para generar valor en la sociedad. La instrucción superior tiene como principal misión brindar esas capacidades. En la Argentina la situación es muy seria, y con fuertes repercusiones a por lo menos, dos siglos vista.