La extensión de la educación universitaria en Argentina tiene más de cien años de atraso respecto de los países del primer mundo. A la velocidad de crecimiento de la educación universitaria durante los últimos 30 años, recién dentro de veinte décadas igualaremos a Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda, o Grecia, en cuanto a la proporción de jóvenes con título. Estos datos surgen de analizar el máximo nivel educativo alcanzado según los grupos de edades del Censo 2001. La proporción de universitarios entre las personas que al momento de dicho censo tenían entre 70 y 80 años expresa de alguna manera la situación de los estudios superiores en 1940, cuando las mismas personas tenían de 10 a 20 años de edad y completaban su ciclo formativo. Igualmente, las personas que al 2001 tenían de 60 a 70 años son un recuerdo de lo que ocurría en el país en 1950 a este respecto. Así es posible rastrear la evolución de la educación superior en Argentina, y ver como fue creciendo (o no).
Actualmente 6 o 7 de cada 100 argentinos que entran en el sistema escolar corona su formación con un título universitario. Dicho de otro modo, la probabilidad de un chico de primer grado de, algún día, graduarse en la Universidad, es 6 a 7%. Esto ha cambiado muy poco en los últimos 40 años, donde se ganó un 1% adicional por década, con lo cual recién en 200 años tendríamos una probabilidad del 30% de que un chico que ingresa a la escuela termine con un título universitario. A modo de comparación, actualmente casi 40% de los chicos que entra a primer grado en Australia, Dinamarca, Finlandia, Islandia, o Nueva Zelanda, terminará con un título universitario tradicional. Así las cosas, la Argentina lleva no menos de cien años de atraso en este sentido.
Ciertamente aumentó el número de alumnos que asisten a la Universidad, pero a un ritmo inferior al de la población general; luego la proporción no varió, como tampoco lo hizo cambió el perfil general del país. La educación universitaria es poca, y el esfuerzo por delante ha sido subestimado. Siguiendo las proyecciones, si mañana multiplicásemos por cuatro la cantidad de alumnos en la universidad, aún nos faltarían 50 años para alcanzar a la Europa de hoy en día. Y esto sin contar los problemas de nivel académico. A pesar de la necia negativa de muchas autoridades en reconocer la situación actual, cuesta sostener que una facultad de medicina sea “de excelencia” cuando falta gas, o que esté “a la vanguardia de la física mundial” una casa de estudios con computadoras obsoletas. En medicina, por ejemplo, la cantidad de publicaciones en revistas internacionales no se ha modificado sustancialmente en los últimos ocho años; por contrapartida, Brasil ya se ha duplicado dos veces en ese lapso. Es absurdo escudarse en la excelencia académica cuando 70% de nuestros alumnos no se recibe, y quienes estudian demoran 50% de tiempo más de lo establecido para terminar su carrera.
Las cifras no son mejores en cuanto a la escuela secundaria. De los jóvenes que terminaron de educarse en 1990 sólo 48% obtuvo un título secundario o superior. Como en los últimos cincuenta años hemos aumentado, en promedio, 7% por década la proporción de personas que terminan su formación con al menos un título secundario, esto significa entonces que para tener el 90% de la población con secundario completo habría que esperar, al ritmo actual, unos 60 a 70 años más. Nuevamente, si mañana se triplicara la cantidad de graduados del colegio secundario, igualmente estamos hablando de un proyecto a 20 años.
En definitiva, el problema de la educación superior en Argentina es serio, y muy probablemente empeore, no sólo por su lentitud y falencias, sino por efecto comparativo con el primer mundo, donde la formación superior es una prioridad estratégica honrada con medidas efectivas y concretas. La inversión en educación universitaria tiene una tasa de retorno que iría del 20 al 30% por año y es pilar del desarrollo económico. Nosotros, por el contrario, perseveramos con retórica y glorias pasadas. Lamentablemente el retraso educativo no solo compromete nuestro horizonte económico, sino que también limita, y quizás sea ésta su consecuencia más seria, las posibilidades de una genuina dirigencia política.
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