Nuestro sistema político necesita un cambio cuyas bases no puede extraer de sí, precisando entonces ideas nuevas, surgidas en nuevas instituciones de pensamiento. Como agravante, el desempeño de nuestro sistema universitario y científico en estos doscientos años a consolidado sus virtudes, indudables, pero también algunas facetas sombrías. Escasez de estudiantes, deserción, exclusión universitaria, deficiencias curriculares, desequilibrio del plantel profesional, y estancamiento de nuestra investigación científica, prueban que algo anda mal en los claustros.
Otra universidad
Nuestra universidad es poca. Entre 1960 y 1990 tan solo 6 ó 7% de los argentinos que entraron a la escuela obtuvo título universitario. Entre 1930 y 1990 se ganó un 1% adicional por década en esta proporción, luego a este ritmo faltan dos siglos para que 30% de los chicos remate su educación con un título universitario, como es el caso de cualquier país desarrollado de hoy.
Proyectando los últimos 30 años, la proporción de Personas Económicamente Activas con estudio terciario crecerá 2% adicional por década, con lo cual habremos de esperar 200 años más para que la mitad de nuestra PEA tenga estudio terciario. Actualmente en Australia, Dinamarca, Finlandia, Islandia, Nueva Zelanda, o Polonia, esa proporción es del 40%. En otras palabras, llevamos un bicentenario de atraso. Entre 1940 y 1950, luego de la Gran Depresión y durante el enfrentamiento bélico más impresionante de la historia, las posibilidades de un niño norteamericano de graduarse eran de 1 en 5, contra 7 en 100 en la Argentina de hoy.
Proyectando los últimos 30 años, la proporción de Personas Económicamente Activas con estudio terciario crecerá 2% adicional por década, con lo cual habremos de esperar 200 años más para que la mitad de nuestra PEA tenga estudio terciario. Actualmente en Australia, Dinamarca, Finlandia, Islandia, Nueva Zelanda, o Polonia, esa proporción es del 40%. En otras palabras, llevamos un bicentenario de atraso. Entre 1940 y 1950, luego de la Gran Depresión y durante el enfrentamiento bélico más impresionante de la historia, las posibilidades de un niño norteamericano de graduarse eran de 1 en 5, contra 7 en 100 en la Argentina de hoy.
Además, según la Secretaría de Políticas Universitarias, en 2003 un 22% de los alumnos no rindió ninguna materia ese año, las carreras demoran 60% más del tiempo previsto en cumplirse, y cada 10 ingresantes solo 2 terminan.
Nuestro plantel profesional tampoco tiene lógica. La Argentina posee 858.222 profesionales de los cuales 200.000 son médicos, y 148.000 abogados. Tenemos 4 veces más galenos que lo recomendado y contamos más abogados que Alemania, con la mitad de población.
Nuestra productividad científica es baja. Hace 20 años la Argentina publicaba más trabajos médicos originales que Brasil. Hoy publicamos tres veces menos. Igual ocurre en física y química.
Por otro lado, encuestados 13.000 miembros del mundo académico de 131 países acerca de las casas de estudio más reconocidas, ninguna universidad Argentina figuró entre las primeras 200 del mundo. Y de América Latina, las más cercanas son las Brasileñas.
Universidad y república
Esta profunda crisis del sistema es de grandes proporciones. Consideremos que para tener 30% de nuestros adultos con título terciario, multiplicando por cuatro las vacantes actuales, necesitaríamos todavía 50 años. A todas luces hablamos de una proeza de largo aliento, si bien imprescindible.
Constitución y elecciones no alcanzan para la democracia. Se requiere una “infraestructura” social basada en la consolidación de la clase media. En este sentido la Universidad es imprescindible. Los cálculos muestran que invertir en un futuro graduado devuelve un 20% anual de retorno a la comunidad, en impuestos por mejores salarios y productividad agregada. Por ejemplo, de concentrar las 4.000 compañías fundadas por ex-alumnos del MIT en sus 150 años de vida, obtendríamos la economía número 24 del mundo, equivalente al PBI Argentino.
A su vez la calidad de nuestra vida institucional dependerá de la capacidad del ciudadano común para vivir en Democracia; y la Universidad deja aquí su impronta. La revista Science publicó recientemente que el nivel educativo es el predictor más fuerte de participación política; y la explicación a esta conexión podría residir en el espíritu académico mismo. La verdad como resultado del esfuerzo colectivo, la apertura a ideas nuevas, el respeto por el dato crudo de la realidad, son todos valores que ayudarían mucho a nuestra democracia enferma de mentira y falta de seriedad intelectual.
La oportunidad de cambio
Toda crisis es oportunidad para cambiar. Y nuestra crisis política actual, sumada a la coyuntura económica internacional, señalan la necesidad imperiosa del mismo. Pero el verdadero cambio se da en la mente. O la Argentina cambia el modo en que recrea y expande su inteligencia, o no tiene sitio en la mesa de las naciones desarrolladas. Y el cerebro laico de nuestro sistema cultural es la universidad.
Países más desarrollados que nosotros optaron por este camino. El Sudeste Asiático no cesa de invertir en su sistema de educación superior, asociándose a universidades Americanas y desarrollando una ingente masa de investigadores e ingenieros que luego de su doctorado en el exterior regresan a flamantes centros de ciencia que terminan siendo plataformas globales de innovación.
Además, las crisis económicas retrasan el ingreso al mundo del empleo de jóvenes que podrían volcarse al mundo del estudio, los postgrados, y la investigación. Y si bien la comunidad científica internacional sufrirá recortes en algunos frentes, verá aumentado su financiamiento en otros, precisamente los más innovadores y promisorios. Esto se debe a que sólo el progreso tecnológico traerá el mejoramiento de la productividad, crítico en años de carestía. El propio Michael Porter ha escrito recientemente que el secreto de la estrategia Americana de desarrollo reside en expandir el acceso (ya de por sí amplio) de su población a los estudios superiores.
La reforma
En la agenda de una seria reforma universitaria no podrá omitirse el aumento de la población estudiantil, cambios curriculares inspirados en el exitoso modelo Americano, la selección por mérito del acceso a los diplomas superiores, y la promoción de estudios estratégicos como ingenierías, química, física, y matemáticas. A su vez, habrá que replantear el financiamiento y promocionar el profesor full-time y los campus universitarios en todo el país. La lista podría extenderse y el debate la enriquecerá. Argentina no sólo necesita “más” universidad, sino que es imperiosa “otra” universidad. Y esa otra universidad se parecerá mucho a los modelos de países que nos aventajan en dicho camino.
La crisis económica mundial provoca un enorme descontento social y ataca los propios cimientos de la organización democrática. Además, la ola de desarrollo tecnológico, lejos de detenerse, se acelerará. La Argentina está muy mal preparada para estos desafíos y el fracaso de nuestro pasaje al futuro podría invitarnos a consolidarnos en el pasado, trampa habitual de la psiquis en momentos de crisis: no evolucionar. La euforia del bicentenario abrió una enorme esperanza, mostró un pueblo vital y extraordinario. Hacer los cambios necesarios sería todo un signo de vitalidad de su dirigencia. Y el verdadero cambio esta en la mente.